Amelia Pérez de Villar: “Butler en ‘Parentesco’ consigue que te sientas como Dana, espectadora ante una realidad que no puedes cambiar, aunque te revuelva por dentro.”

Casa de Lectoras Indeseables
10 min readOct 23, 2018

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La escritora y traductora Amelia Pérez de Villar firma la traducción de ‘Parentesco’ de Octavia Butler en la edición de Capitán Swing.

Este mes estamos leyendo Parentesco, una atípica obra de ciencia ficción de Octavia Butler. Su protagonista, una joven escritora negra, viaja de repente en el tiempo. Se traslada de la California de los años 70 a una plantación sureña en la Maryland de mediados de siglo XIX, una época en la que la esclavitud seguía siendo institución. Esta peculiar premisa hace necesario un uso muy preciso del lenguaje para destacar la brecha cultural y social que creó la esclavitud afroamericana y que aún perdura. Cristina Díaz ha charlado con Amelia Pérez de Villar, que realizó la traducción de este libro para la edición de Capitán Swing, sobre los retos de traducirlo y, de paso, le hemos pedido que nos recomiende algunas lecturas.

Pérez de Villar es traductora, escritora y una voraz lectora. Ha traducido numerosas autoras clásicas (Edith Wharton y Emily Brönte, entre otras) y novelas contemporáneas, también obras de fantasía y ciencia ficción, como esta que leemos ahora en Casa de Lectoras Indeseables. Como autora, ha publicado ensayos y relatos así como las novelas El Pulso de la desmesura y Mi vida sin microondas (ambas en Fórcola Ediciones), que publicó el pasado mes de mayo.

¿Conocías la obra de Butler cuando te llegó el encargo? ¿Cómo lo afrontaste?

Tengo que confesar que no, no conocía ni a la autora (más allá del nombre, quiero decir, no había leído ninguna obra suya) ni la obra. Elegí la obra entre varias porque era breve (la misma editorial, Capitán Swing, me había encargado otras traducciones y eran muy voluminosas), porque era una novela (las otras eran ensayos) y porque al leer la sinopsis me interesó la temática. Quizás parezca algo frívolo, pero para mí tiene una importancia enorme que los trabajos sean variados. Es como conducir: por la autopista es más seguro y se llega antes (es lo que sería traducir siempre un género) pero ir por una carretera secundaria depara sorpresas inesperadas. Yo traduzco novela y ensayo, del inglés y del italiano. A veces me cuesta un poco cambiar de palo y arrancar, pero en general esa exigencia de la adaptación hace el trabajo más interesante y menos monótono, y evita uno de los riesgos de conducir por autopista: que te duermas.

Esa fue la toma de contacto. El libro, que yo había elegido, tenía buena pinta. Hasta ahí todo objetivo y controlado, “normal”, digo entre comillas. Pero fue traducir la primera frase y tener la misma sensación que cuando leí por primera vez un libro de Los Cinco o de Harry Potter: esa sensación de que pasar la primera página de un libro era abrir la puerta a otro mundo. Me levantaba todas las mañanas deseando sentarme al ordenador y empezar a traducir, y hubo días en que tuve que pasar varias páginas para ver qué sucedía porque no podía resistir la incertidumbre: yo no leo los libros antes de traducirlos, de modo que fue, realmente, como una lectura profunda (la que hacemos, en general, los traductores) pero con un añadido de emoción e intriga.

Sin saber demasiado (por no decir nada) de tu oficio, entendemos que debía resultar complejo traducir un texto escrito cuya protagonista vive en los años 70 pero viaja a los años de la esclavitud en América. ¿Qué retos planteaban estos viajes en términos de cambios de tono, giros o incluso léxico?

Esto es el pan nuestro de cada día para nosotros. Si la obra está bien escrita (Parentesco es soberbia) no representa un problema, al menos no un problema insalvable, aunque nos enfrentemos a dificultades: respetamos el estilo del autor, y nos olvidamos de lo políticamente correcto. ¿Por qué digo esto con tanta alegría? Efectivamente, en los setenta la sociedad era de una manera determinada, y en la época de la esclavitud mucho más dura, cruda y perfilada, como dicen los protagonistas en una conversación que mantienen. Yo, por suerte, viví los setenta, y tengo todavía presente muchos modos de hablar de entonces, y muchas de las palabras y expresiones que empleaba la gente, la prensa, la literatura y los medios de comunicación. Sólo hay que respetarlos: aunque hay palabras que se han desgastado o han adquirido otros matices y ya no podemos emplearlas hoy, en general el léxico tiene el suficiente poder y colorido para decir lo que queremos decir. Sólo hay que emplearlo con valentía y decisión, sin mojigatería.

Hoy nos enfrentamos a cierta censura por estos motivos, o porque el editor asume que el lector no va a entender lo que se dice. Un editor quería quitar de una traducción mía el término “esguardamillar” porque decía que los lectores no iban a entenderlo. Conseguí que se quedara, porque se trataba además de una novela antigua y no procedía emplear un término más moderno. Y puedo contar y no acabar… Yo creo que se puede encontrar un equilibrio entre ser respetuoso con el lenguaje que empleamos, especialmente en ciertos ámbitos (respetuoso con el receptor, quiero decir) y ser fiel a un original que se escribió en épocas concretas no sólo de evolución del habla: también en contextos sociológicos e históricos determinados.

Suponemos que una de esas cuestiones es la traducción de los términos despectivos que se utilizaban en la época, como negro o nigger (¡nos cuesta hasta escribirlo!) para designar a los esclavos. ¿Cómo te enfrentaste a esta cuesión?

Efectivamente. Cuando vi que la novela trataba de la esclavitud pensé, uf… va a salir en la primera página y a ver qué hago. Una de mis máximas en la vida y en la literatura es empezar por lo sencillo y luego ir subiendo. Nigger o negro, son palabras horribles por lo que representan, pero de eso no tiene la culpa el léxico, sino la sociedad, la historia, los seres humanos. Si dejamos de emplearlas, las nuevas generaciones no sabrán cómo fue aquello: quitaremos parte de la dureza a un episodio que lo fue en toda su expresión, también la lingüística. No podemos hacer eso. No podemos referirnos con esos términos a un hombre o a una mujer de raza negra, hoy en día, en una sociedad supuestamente libre. Y mucho menos utilizarlo como insulto, es decir, como arma arrojadiza. Ahí es donde tenemos que mostrar respeto a través del lenguaje. Pero no podemos obviarlo en este tipo de documentos, porque sucederá lo que ya está sucediendo: que las nuevas generaciones no entienden que antes, llamar a una persona una determinada cosa, representaba ningunearla, pisotear su dignidad.

Así que cuando salió nigger, puse “negro”. “Negra”, creo recordar, en femenino, la primera vez que salió. Por todo esto que explico y porque la literatura nos da otras herramientas: el ambiente, el personaje, la situación, las descripciones, la tensión narrativa… Cuando un personaje dice “¿Qué haces con esa negra?”, la frase tiene tal carga de insulto que ya nos da dos datos: uno, objetivo, la raza de la mujer; y un segundo, subjetivo: que su raza, su color de piel, no es bienvenido: es objeto de odio, o de desconfianza. Y eso ya nos sitúa en una posición determinada. No utilicé, sin embargo “negrata”. Ahí sí que tuve la impresión de que me situaba en un momento social que ya ha pasado. Quizá en una película se puede emplear (sé que ha salido en Django desencadenado, por ejemplo), pero el cine, aunque la película sea un clásico, es una obra mucho más líquida, móvil, dinámica. Una obra literaria, aunque no sea granítica, tiene una vocación mucho más estática, y conviene ceñirse a un término que resista mejor el paso del tiempo. Me pareció que las veces que se empleaba la palabra nigger (o negro), que afortunadamente no son muchas, la traducción por “negro” iba bien, porque el resto de factores añadían lo que faltaba: neutralidad, afecto, o insulto. También ayudó que al principio de la novela Dana, la protagonista, tiene una conversación muy pedagógica con el niño donde le explica que no es correcto que haga referencia a su color de piel en tono de desprecio llamándole “negra”, aunque está claro — objetivamente — que es una mujer y es de raza negra. Esa frase de Dana resume mi filosofía.

¿Algún fragmento o expresión que fuera especialmente duro? ¿U otro del que te sientas especialmente orgullosa?

A ver… La novela es dura. Y eso no se rebaja evitando una palabra, como decíamos antes. Como traductora, soy la depositaria no sólo de una obra, sino de un estilo, de una época, de una situación. No puedo rebajar el horror: estoy obligada a transmitirlo. Se me encogió el corazón muchas veces traduciéndola, y eso que hasta ahí es elegante Octavia Butler: es capaz de reducir lo explícito a un par de escenas realmente atroces, quizá por eso más eficaces. La sencillez y la objetividad con las que cuenta la historia hacen que te sientas como Dana, mera espectadora ante una realidad que no puedes cambiar, aunque te revuelva por dentro. Disfruté mucho de principio a fin, porque al abarcar tantos años y personajes las relaciones entre unos y otros van cambiando, y con ello su modo de hablar. Pero me fascinaron, especialmente, las escenas de la cocina de los esclavos, ese reducto costumbrista, de intimidad y confianza y, sin embargo, cargado de tensión e incluso de miedo. Su habla permitía emplear un montón de recursos coloquiales que mostraban la sabiduría de los mayores, la audacia de los jóvenes, la inocencia de los niños… Toda la novela es pura narrativa porque todos tienen una historia que contar, una experiencia… Es maravilloso.

Estamos en octubre, hace pocos días celebramos el “Día de las escritoras”… Parece que, por fin, hay mayor interés por la literatura escrita por mujeres, aunque sigue sin haber paridad ni en premios, ni en librerías, ni en bibliotecas. Como insider del mundo de la literatura, ¿cómo valoras la evolución del interés por las autoras?

El otro día me quejaba en Facebook de esto, precisamente. Si nos preocupáramos más de la calidad de la literatura no harían falta tantas tonterías. Perdona que hable así: no quiero decir que me oponga a la paridad. Me opongo a la estupidez. Tengo dos novelas publicadas, una de ellas en mayo pasado. Una llevaba escrita ocho años, otra diez. No había manera de publicarlas. La temática era uno de los problemas, porque ambas cuentan historias de mujeres. Y ahora resulta que nos venden la última edición del Premio Planeta como “una edición donde se ha dado gran importancia a la figura femenina”… Ah, genial. “Ahora”, es decir, cuando dice el Planeta, interesan las historias de mujeres… Hace cuatro meses, no tanto. Mi novela, como tantas otras de tantas autoras, era aún “demasiado de mujeres” para que a la prensa le interese… Creo que si se diera verdadera importancia al talento y a la calidad literaria sería lo de menos que el autor sea hombre o mujer: ahí tenemos a Fred Vargas, ahora. Ahí tuvimos a las Brontë o a Virginia Woolf, pero también a Jane Austen o a Agatha Christie. A Natalia Ginzburg y a Elena Ferrante.

Pero o eso no se hace, porque alguien ha decidido que las historias de mujeres no interesan, o se hace porque alguien decide que las historias de mujeres venden. Vamos y venimos, nos quitan y nos ponen. Y a mí me fastidia que utilicen esto como una herramienta de marketing. Soy firme defensora no tanto de la mirada femenina, que la hay, como de la diferencia de miradas, que no es más que una fuente de riqueza, valor y colorido. El problema es el mismo de siempre: hay un sinfín de mujeres con talento, y hay que mantenerlas fuera de la competencia. Lo que se ha hecho siempre, en definitiva. Eso sí, cuando vemos que el hecho de que una novela la escriba una mujer o cuente una historia de mujeres, entonces ponemos la etiqueta y fomentamos… Siempre que no vengan muchas. Promocionarnos es una moda. Estupendo. Nos ponemos de moda porque a alguien le interesa para vender, y nos quitan de la moda porque se corre el riesgo de que se nos vea demasiado. Es agotador. Desconfío de estas iniciativas “políticas”, porque no suelen llevar a ningún lado, pero me gustan las que surgen espontáneamente, como #leoautoras. Otra cuestión, y esta sí es política, son los festivales y la presencia en premios y mesas redondas. Por desgracia, sin obligación de paridad todo tiende a seguir como siempre…

Por último, Casa de Lectoras nace para compartir lecturas y recomendaciones. ¿Qué libros escritos por autoras has leído recientemente que te hayan sorprendido o cautivado especialmente?

Pues yo os felicito por la iniciativa, porque me parece un proyecto precioso. Acaba de salir una traducción mía en Galaxia Gutenberg que me ha fascinado: La niña en llamas, de Claire Messud. La historia de la amistad entre dos niñas contada por una de ellas, desde su perspectiva casi adulta, ya, cuando empieza la universidad. Toca temas muy actuales, pero también tiene escenas que nos remontan a las expediciones de Los Cinco o de Tom Sawyer y Huckleberry Finn… Es introspectiva y profunda, pero también ligera y divertida muchas veces. Quizá es una novela que no hubiera podido escribir un hombre, ahora que lo pienso, porque el trato que da a las relaciones afectivas y la psicología que subyace a la historia es de una finura extraordinaria. Todo un hallazgo.

Hace un año, también en Galaxia Gutenberg, salió La hija de Joyce, que cuenta la historia de Lucia, hija de James Joyce… Esta sí que la recomiendo en cualquier conferencia sobre feminismo: Lucia, bailarina rompedora y extraordinaria, quedó ninguneada no sólo por el genio de su padre, que daba la vuelta para quedar reducido a la figura de un progenitor inflexible y tirano, sino por su madre (típica mujer machista de la época, agravada por la hipocresía católica irlandesa) y su hermano… Una historia que habrán vivido en carnes propias muchas mujeres de la generación de nuestras madres en España, y en algunos lugares aún continúan haciéndolo, por desgracia. Recomiendo también Apegos feroces de Vivian Gornick, puro Woody Allen, escrito por una mujer; su segunda novela publicada en España, La mujer singular y la ciudad, no me gustó tanto, pero creo que debo ser la única: todo el mundo habla bien de ambas y, como digo siempre, que decida el lector. Ambas las publica Sexto Piso, la primera con traducción de Daniel Ramos Sánchez y la segunda de Raquel Vicedo, fantásticas traducciones las dos, por cierto. Basada en hechos reales, de Delphine de Vigan (Anagrama, trad. de Javier Albiñana) podría estar escrita por un hombre y es fascinante.

¡Gracias, Amelia!

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El club de lecturas feministas con un plan la mar de ambicioso: leer libros escritos por mujeres y comentarlos.

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